Por Astrid García Oseguera
Los usos del dolor
Mary Oliver
Alguien a quien una vez amé me regaló
una caja llena de oscuridad.
Me llevó años comprender
que esto, también, era un regalo.
Ir al cine es una actividad más íntima que social. Es un espacio de conversación interna guiada por la imaginación de alguien más. Con el corazón roto se convierte extrañamente en deleite para quienes nos obsesionamos con todo y además somos masoquistas: significa dar vueltas en un bucle incierto de ideas y sentimientos. En una sala oscura, las emociones amargas y duras fluyen con naturalidad y, en ocasiones, el silencio contrasta con la respiración propia, que se exalta con el llanto y delata desconsideradamente el estado del alma.
Tantas películas abordan los duelos por separación, pero dejan de lado el irremediable momento en el que un corazón se rompe y casi nunca podemos acompañar a personajes en esos primeros instantes de dolor. A lo largo del tiempo me di cuenta de que, extrañamente, la sensación de soledad y el desamparo repentino de la realidad encontraban un momento de verdadera catarsis al mirar en la pantalla una historia de desamor: como un recordatorio agridulce de que volveremos a amar (y a sufrir) y, sobre todo, que podemos resignificar el dolor, tomar el corazón despedazado y reconstruirlo más fuerte.
Guerra fría (Zimna wojna, 2018), de Pawel Pawlikoswki, es una película donde podemos presenciar la fugaz pero perenne relación entre Wiktor, compositor y músico, y Zula, intérprete, quienes se conocen en Polonia tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Los momentos musicales acompasan el devenir de estos dos personajes, que se enamoran casi de forma inmediata y se dejan llevar por esta pasional emoción mientras recorren poblados europeos en una gira con su grupo musical (hasta que el inexorable peso de sus demonios los obliga a separarse).
Esta historia de constante desamor está enmarcada por los silencios y miradas entre Zula y Wiktor: los años pasan entre reencuentros, despedidas, otros amores y tragedias provocadas por la aspereza de los conflictos bélicos, ambos sufren y se transforman a la distancia. A pesar de que sus caminos se unen en varias ocasiones, los celos, la ira, el alcohol, la desesperanza, el rencor, la guerra y el pasado de ambos provocan siempre que la separación sea inevitable.

Los conflictos sociopolíticos de la Guerra fría sirven en la cinta como un constante recordatorio que la voluntad de amar está permeada por nuestro contexto, limitando sus posibilidades y visibilizando sus flaquezas. Décadas transcurren, Wiktor y Zula son dos almas que se dejaron llevar a lo largo de su vida (bajo el recuerdo o los breves momentos de unión) por este amor turbulento, imposible y crudo. El reencuentro final evidenciará que, a veces, el acto más grande de afecto es aceptar el destino fatal y abrazar, en una despedida desgarradora y absolutamente romántica, el sentimiento de gratitud de, por lo menos, haber compartido un lugar en el infierno. Un recuerdo que brilla más que cualquier lúgubre despedida.
Algo similar sucede entre Harry y Monika en Un verano con Monika (Sommaren med Monika, 1953), de Ingmar Bergman, sobre una pareja de adolescentes que se enamoran y deciden abandonar sus labores y conflictos familiares para escapar a un archipiélago en bote. Idilio es la palabra que define la primera etapa de este romance: momentos bajo el sol y la sensación de ser eternos enmarca el comienzo de la relación entre ambos, que parece crecer con cada tarde entre el mar y el cielo, con cada cigarro compartido y descubrimiento del cuerpo ajeno.
Pero todo verano se convierte en otoño: Monika y Harry deben regresar a la realidad que dejaron atrás. El problema es que la vida que tenían no existe más; ahora, la pareja está esperando el nacimiento de una bebé. Aunque toman la responsabilidad de esta situación, no hay forma de extender el periodo paradisiaco: las demandas de su nueva vida se interponen entre ellos, la magia del enamoramiento va perdiendo su brillo, los días en el agua y el sol quedaron en el pasado.
El desamor se convierte en hastío, tedio y odio, la pasión no desaparece, se transforma en una fuerza explosiva y destructiva. Su hija es el recordatorio de aquellos momentos de éxtasis y felicidad que, de volver a existir, sería con otros amores y en otros contextos. El fin de este amor ocurrirá sin despedidas, pues hay algo de esta flama que no se apagará, sí, representada en la pequeña que nació, pero también la manera en que ese breve tiempo juntos definió la vida de ambos y les mostró quienes eran.

Llorar en el cine con estas películas resonó particularmente en mí porque se puede presenciar el nacimiento y muerte de estos amores: un ciclo perfecto donde no hay culpables, villanos o moralejas, sólo vidas que se cruzan para redefinir su camino.
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