Por Astrid García Oseguera

Las palabras compartidas con una mascota toman formas curiosas al componerse de mensajes que, aunque en realidad no se codifican, se sienten y se transmiten de forma bilateral. Es un lenguaje que existe sólo en el presente, dentro de esa ilusión humana de que mantenemos un diálogo con nuestras criaturas acompañantes. Esta lengua se extingue del plano terrenal cuando nos despedimos, pero permanece incisiva en la memoria, evocarla despierta la dicotomía de decidir el silencio o el dolor de sentir de nuevo esa cercanía perdida que quema aún más.
Kelly Reichardt se aproxima a este dolor en Wendy y Lucy (Wendy and Lucy, 2008) el relato de una despedida, brutal y sigilosa. La historia de una viajera y su perra, que atraviesan Oregon en auto: Wendy no tiene dinero ni suerte para conseguirlo, su amor por Lucy es su motor, pero cuidar un animal significa la responsabilidad de poder alimentarlo, para ella esto es muy claro y, aunque, haría lo que sea para conseguirlo, se enfrenta a la decisión de crecer y permitirle a Lucy que lo haga también. La intimidad en esta película hace de su desenlace un manifiesto agridulce, pero esperanzador: detrás de un adiós existe la fuerza incendiaria de querer empezar de nuevo.
Existe otro amor fugaz que se quedó en mi memoria y me llevó a entender que la belleza duele porque, cuando se apaga, acarrea un vacío insufrible. En Amor índigo (L’écume des jours, 2013), de Michel Gondry, la vida de su protagonista se desvanece de a poco. Colin y Chloé son una pareja que, a pesar de entregarse mutuamente a su amor, vivirán una separación devastadora. En la película, el amor se representa de manera grandilocuente en un inicio y cuando golpea la soledad tras la partida de Chloé se transformará formalmente el tono de la cinta el blanco y negro contrastando con lo que en un inicio fueron colores que brillaban con la luz del sol. Porque, como Colin, comprendí que la fortuna fue haber compartido instantes hermosos que transformaron mi corazón en un tiempo que pareció un instante, pero que representó una eternidad.
El dolor de dejar ir a las mascotas que me han acompañado me ha llevado a ver el duelo de una forma distinta: ahora que dos de mis perras y una de mis gatas comparten el mismo plano, conozco una dimensión diferente del dolor, pero también del sosiego. Entendí que ‘muerte’ es antonomasia de ‘una vida que termina’ y haber compartido tiempo o haber amado es algo que se debe agradecer, porque, aunque la vida es larga y el mundo extenso, pocas criaturas/almas/animales/personas llegan a conmover de una manera tan profunda que provoquen que su partida revolucione todo.
En Heart of a Dog, el documental de Laurie Anderson que inspira y dedica a su perra Lolabelle, existe uno de los pocos ejemplos que puedo recordar en donde el duelo se transforma en la inmortalidad de un lazo. La manera en que la directora se aproxima con valentía a su propia vulnerabilidad permite ver las posibilidades que esconde el dolor: nos lleva a ver la nostalgia como una manera de articular la pérdida y acercarnos a lo que nos hace falta, pero sin sufrimiento, sino desde la celebración del legado y los momentos vividos, de los apodos y las experiencias tristes compartidas. El arte no sólo inmortaliza el amor, también da sosiego a las despedidas, rechaza la innegable obscuridad de la muerte porque el brillo de los recuerdos iluminará siempre.

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El amor hacia las mascotas es un lazo muy grande,ya que formamos un amor infinito.