Esto no es una carta de amor al cine

Por Oralia Torres de la Peña

– What is it, George?
– I just wanted to say how nice it is not to be alone.

The Power of the Dog (Jane Campion, 2021)

Al enamorarte del cine, algo que aprendes por tu cuenta y en la intimidad de tu habitación en noches sin dormir, es que ver películas –y dejarte llevar por la historia, la música, las secuencias, los rostros en pantalla– es una actividad muy solitaria. Aun si estás acompañada, ver una película es pausar cualquier interacción externa para concentrarte en la pantalla (de televisión, de la laptop, de la sala del cine) por un par de horas.

Cuando me di cuenta de que amaba el cine (durante la pubertad en la que todas estamos conociéndonos y reconociéndonos), me volqué sobre las tiendas de renta de películas, sobre todo libro que encontrara y hablara sobre este arte, sus técnicas, sus creadores. Una vez que terminaba con mis tareas y pendientes juveniles, la vida era ver una película, luego otra, luego otra. Mis papás se preocupaban de que no fuera a tener amistades (o pareja) por pasar tanto tiempo encerrada, de la misma manera en la que, años después, le reclamaban a mi hermana que saliera con amigas todo el tiempo y no estuviera tanto en casa.

Compartir una película –es decir, verla acompañada por alguien más– es un acto muy íntimo. Cada familia, por ejemplo, tiene su dinámica para ver películas, sus hábitos y preferencias, y a partir de ahí se desarrolla un lenguaje propio con referencias a las que ven una y otra vez. Papá, por ejemplo, dice “light was yellow, sir” cada que se vuela un semáforo en rojo, citando la única comedia derivada de Saturday Night Live que le gusta (The Blues Brothers, de john landis*), mientras que cada que alguna de mis hermanas o yo nos probamos vestidos y buscamos describir si nos sentimos bellísimas y espectaculares, solemos citar The Swan Princess (Richard Rich, 1994) con gestos exagerados: “elegante y llena de gracia, como un cisne”. Por otro lado, crecer también implica conocer el cine a través de las favoritas de tus papás, como The Godfather (Francis Ford Coppola, 1972) y When Harry Met Sally (Rob Reiner, 1989), películas que estuvieron en la casa en VHS y DVD y fueron marcas de transición para todas.

Conforme sales del hogar, esperas poder construir esa familiaridad con alguien más, ya sea en forma de amistad o romance. Quieres sentirte bien, a gusto, tranquila; construir un lenguaje nuevo a partir de las películas que compartas con esa persona. Lo que nadie te cuenta es que, para muchísima gente, ver películas es una actividad para entretenerse un rato y ya. Al ir al cine no les preocupa mucho qué ver en pantalla, entran a lo que esté a la hora que llegan o, en caso de que sea una película de la que todo mundo habla, buscan verla para ver qué tal. Podrán nombrar algunas que les encanta ver, pero no le dedicarían mucho tiempo. Compartir una película conlleva platicar de ella después, darle vueltas y, quizás, mostrarse vulnerable al darle una interpretación personal. Mi obsesión no era solo ver lo que llegara al cine, quería devorar toda la historia y presente de ese arte, y eran muy pocas personas con quien podía compartirlas. Mucho tiempo después entendí que mi sentimiento de exclusión constante de adolescente es algo que nos pasa a todas, pero al momento se sentía terrible. ¿Para qué exponerme al rechazo externo, compararme con otras y enfrentar fuertes decepciones si puedo refugiarme en los mundos que otres artistas moldearon para mí?

Con el paso del tiempo, hallé a mis amigues, a mis compas con quienes compartir películas, y formamos lenguajes y códigos basados en ellas, atándoles memorias y afectos. Al pensar en Un long dimanche de fiançailles (Jean-Pierre Jeunet, 2004) o en Jeux d’enfantes (Yann Samuell, 2003) pienso en dos amigas muy cercanas de la prepa con las que ya no tengo contacto. Por otro lado, mi mejor amigo y yo hicimos de Rocky Horror Picture Show (Jim Sharman, 1975) una prueba base para las personas con las que nos juntábamos: si les encantaba, sabíamos que podíamos confiarles todo, y lo contrario si se escandalizaban o la rechazaban. Eventualmente, me enamoré, exploré el cine extremo asiático de inicios de siglo, me di cuenta con An Education (Lone Scherfig, 2009) de que algo andaba muy mal, me rompieron el corazón, vi mis favoritas de amores trágicos una y otra vez, sorteé situaciones extrañas, me volví a enamorar. Para mi suerte, la última vez fue de alguien que sí quería compartir el cine conmigo.

An Education.

Al amar el cine y hacerlo el arte prioritario en tu vida, es complicado hallar a alguien que (además de que sea atento, te apoye, procure y anime a ser la mejor versión de ti, que te quiera por completo) también comparta ese romance. Que no critique que prefieres pasar el fin de semana viendo una película tras otra en lugar de socializar, que entienda lo importante que es para ti, te acompañe, te anime a explorar otros horizontes y posibilidades, y alimente tu alma.

Lo conocí en servicio social, al inicio del verano. Desde que lo vi, supe que había algo especial, con su nariz de Pacino y la actitud despreocupada de James Dean o de Ethan Hawke en Before Sunrise (Richard Linklater, 1994). Hablamos de películas, discutimos respecto a en qué año había salido Oldboy (Chan-wook Park, 2003). Me prestó su DVD de Ondskan (Mikael Håfström, 2003), le presté Dr. Strangelove (Stanley Kubrick, 1964). Presentí que, quizás, a él no le molestaría que pasara las tardes viendo películas, que quizás su reclamo sería que no le hubiera invitado a verlas. Fuimos al cine juntos hasta el final del verano, cuando ya sabíamos que nos gustábamos; entramos a ver The Eagle (Kevin Macdonald, 2011) y, cuando me dio sueño por lo tediosa que estaba, me sentí lo suficientemente cómoda como para preguntarle si estaba bien si dormía sobre su hombro. Unos meses después, vimos una de mis favoritas, El gabinete del Doctor Caligari (Das Cabinet des DrCaligari, Robert Wiene, 1920), proyectada afuera de la Cineteca y musicalizada en vivo, y me di cuenta de que lo amaba. Para mi suerte, fui correspondida. Pasaron los veranos e inviernos, y creamos un lenguaje compartido, un presente. Me acompañó a las funciones de prensa cuando empecé a escribir de cine más profesionalmente. Tuvimos opiniones divididas con La La Land (Damien Chazelle), pero coincidimos que la mejor película del 2016 fue Arrival (Denis Villeneuve). Vimos películas para celebrar, también al enfrentar momentos difíciles. Poco a poco, formamos un hogar.

Quizás es el año nuevo, o la temporada, o esos pequeños momentos de lucidez que te dan al anclarte en el presente, pero estos días he estado pensando mucho en lo afortunados que somos al compartir nuestros días y hacer una historia compartida, mucho más rica y hermosa de lo que puedo escribir. Cuando Fabiola me invitó a escribir un texto sobre películas que ayudan a acomodar ideas o sentimientos sobre amor, me vino a la mente The Power of the Dog (Jane Campion, 2021). Durante una secuencia, Rose (Kirsten Dunst) le enseña a bailar a su nuevo marido, George (Jesse Plemons). Él se sobrecoge de emoción y mira el horizonte. “¿Qué sucede, George?” le pregunta Rose. George guarda silencio entre lágrimas antes de responder. “Solo quería decir lo agradable que es no estar solo».

The Power of the Dog.

*El nombre de landis está citado en minúsculas porque no le guardo respeto por sus comedias sexistas y la atrocidad que hizo durante y después de la filmación de The Twilight Zone (1983).

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