Por Fabiola Santiago
Crítica de la película Tótem, segundo largometraje de la cineasta Lila Avilés, presentado en la competencia oficial de la Berlinale. La película aborda un momento previo a la muerte de un hombre joven desde la perspectiva de Sol, su hija de siete años.
“¿Te digo cuál es mi deseo? Que mi papi no se muera.”
Decir las despedidas, elaborar los adioses, intentar asir el cariño para frenar por un momento a la muerte. Tótem, segundo largometraje de la directora Lila Avilés, es un acercamiento al umbral del otro mundo, un territorio en el que caben la angustia de lo desconocido y lo inagotable del amor.
Sol (Naíma Sentíes), deambula por la casa familiar mientras sus tías ajustan los últimos detalles de la fiesta de cumpleaños que preparan para Tona (Mateo García). Mientras que una se pinta el pelo, otra cocina el pastel y cuida a las niñas, en medio de una cascada de pequeñas cotidinidades que van tejiendo un ambiente frenético. Pero a la dinámica familiar (caótica, como la de casi cualquier familia grande) se suma una tensión que navega por debajo de la superficie, pero que no tardará en salir a flote en la cinta: en su cumpleaños 27, Tona, el padre de Sol, está a punto de morir.
Sol, de solecito, el centro al que vuelve la cámara después de recorrer el caos familiar, el núcleo sobre el que orbita la inminente pérdida.
“El inicio de un duelo es un animal herido”, apunté en una libreta cuando mi madre se enfermó. Recuerdo la tristeza, pero recuerdo también la vorágine de aquellos primeros meses que llegaron con la furia de un toro de lidia: el pagar las cuentas, organizar las comidas, hacer guardias para acompañarla, lavar montañas de ropa, ir a la farmacia varias veces al día mientras la vida no paraba y teníamos que continuar alimentando a los perros, escribiendo memes para ganarse el sueldo, jugando con los niños pequeños de la casa, contestando correos de atención al cliente. Cada uno en su propio frenesí, cada uno viviendo su propio duelo a su manera: alguien bebía, otro más se hundía en trabajo, o hubo quienes prefirieron alejarse y fingir que no pasaba nada. Yo, fumaba. Y me enojaba mucho, por todo, todo el tiempo.
El inicio de un duelo es la embestida furiosa que no avisa.
Sol, de solecito, pero también de soledad. En medio del ruido, de las discusiones sobre los tratamientos, del ajetreo en torno al pastel y la fiesta, el semblante de la niña que pregunta cuándo se va a acabar el mundo, la hija que a veces piensa que su padre no la quiere. Lila Avilés entreteje en esta cinta el vaivén de la dinámica familiar con la perspicacia de la niñez; además de una cámara que encuentra la serenidad en la protagonista infantil, es palpable un trabajo cercano y prolijo con todo el elenco y en particular con Naíma Sentíes, quien contiene el mayor peso emocional de la cinta.
Avilés ilustra bien esa relación de la adultez con las infancias en lo espontáneo de los diálogos y el guion, que en ocasiones nos permiten ver la complicidad entre madres e hijas en gestos tan íntimos como compartir el baño, o en medidas tan ingenuas como hablar en código de un tema delicado. “¿Mofor-fifi-nafa?”, se preguntan entre ellos los hermanos adultos. “Quifi-miofo?” Pero las niñas entienden todo. El deseo por proteger es inútil y de nada sirve hablar en efe, porque la ansiedad ante la muerte tiene su propio lenguaje y es ineludible.
Es natural, sin embargo, querer evitar la pérdida y cristalizar nuestros cariños para así, quizá, congelar el tiempo. Un tótem puede tener la forma de un pastel pintado con esmero, un pez dorado, un cuadro con animales que te harán compañía cuando yo no esté, un bonsái que tomó años de cuidados. Es natural querer ahuyentar la tragedia y convocar a la luz; vemos en la película un desfile de ritos que cumplen estas funciones, como una limpia que ofrece un respiro cómico, o una ceremonia con cristales, e incluso la propia celebración del cumpleaños con las velas que pretenden iluminar un deseo: “Que mi papi no se muera”.

Aún conservo el altar que empecé los primeros días de la enfermedad de mi madre. Conviven en él una carta de tarot con la figura de la Templanza, unos cuarzos blancos y unos inciensos, fotos de mi abuela y mi tía fallecidas, estampas de la Virgen de la Soledad y de San Miguel, y velas verdes para el Arcángel Rafael y San Judas Tadeo. Yo, la más cínica frente a lo religioso, me agarré en aquellos días de todo lo que pudiera ofrecerme algo de esperanza, así fueran figuras, espíritus o entidades a las cuales dirigir mi ruego: Que mi mami no se muera.
Pese a la nostalgia anticipada, se vislumbran atisbos de alegría en la presentación de Sol, quien canta sobre los hombros de su madre frente a una cámara que, moviéndose a su altura, parece bailar con ella y su peluca colorida. Encontramos suavidad y descanso para la niña en el momento compartido con su padre y en los detalles que familia y amigos ofrecen en la fiesta. En el clímax del vaivén, la película alcanza a articular la complejidad del ciclo de la vida. Desde el propio título, Tótem está poblada de pequeños simbolismos al respecto, que van desde los nombres de Sol y Tona (Tonatiuh, dios del Sol de los aztecas), hasta un trabajo de fotografía (por Diego Tenorio) que esquiva los lugares comunes sobre la desolación frente a la muerte y en su lugar opta por espacios en su mayoría luminosos durante el día, y cálidos durante la noche.
En su segundo largometraje, Lila Avilés opta por un tono muy distante al de su ópera prima (La camarista, de un carácter mucho más contenido) y pone sobre la mesa su capacidad para escuchar el ritmo que cada historia requiere para ser contada. Con Tótem, la cineasta, guionista y productora nos guía por el caos que es ese espacio entre la vida y la muerte, un territorio en el que coinciden la belleza y el dolor, las risas y la angustia, y la inmortalidad de la ternura.
Te invitamos a leer: Berlinale 2023 | Entrevista con Lila Avilés.
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