Por Oralia Torres

Ver películas de horror me hace sentir en control sobre las probabilidades. A mi cerebro ansioso le fascina pensar en las situaciones más absurdas y destructivas que, viéndolo racionalmente, tienen una probabilidad mínima de ocurrir. Sé, lógicamente, que esa horrible historia es ficción, porque el cine, por más que se acerque a capturar la realidad, mantiene un lente de distancia, una perspectiva específica que la vuelve subjetiva. El miedo y adrenalina que siento al verlas es completamente controlable, además de que disfruto mucho notar que mi ansiedad regular se refleja en el ritmo y sentido de desesperanza que tienen la mayoría de las películas de horror: no estoy sola en mi paranoia y pesimismo.
Es en el horror donde encontré personajes femeninos fascinantes. Aquí hay mujeres que retan los estándares rígidos de género y desafían las estrictas normas y expectativas sociales (Ginger Snaps, John Fawcett, 2000), mujeres aterradas que enfrentan a su agresor (Slumber Party Massacre, Amy Holden Jones, 1982), mujeres monstruosas que, en realidad, son víctimas de un evento terrible y usan su furia para vengarse (Carrie, Brian de Palma, 1976; The Craft, Andrew Fleming, 1996; Jennifer’s Body, Karyn Kusama, 2009), o mujeres que enfrentan a sus propios demonios (The Descent, Neil Marshall, 2005 y Black Swan, Darren Aronofsky, 2010). Con todo y que los riesgos son altísimos, los personajes femeninos en el horror tienen una mayor libertad para expresar sus emociones, confiar en sus instintos y hacer lo necesario para sobrevivir. En muchas películas, por ejemplo, las mujeres son constantemente tachadas de exageradas o sobreemocionales, descartando y minimizando sus perspectivas y opiniones; en el horror, aun si todo termina mal, ellas por lo menos reconocen que sus sospechas y reacciones son válidas. A través de estas mujeres que enfrentan situaciones extremas, veo validado mi enojo y las reacciones viscerales que me trago para no incomodar a nadie.

En estos hogares escalofriantes, se critican y hacen preguntas sobre temas incómodos que no se harían en el drama convencional. Este género, por ejemplo, permite y promueve que se cuestionen y critiquen los roles de crianza, gracias a una larga tradición de observar y cuestionar la maternidad, sea de manera positiva o negativa. Hace poco revisité por primera vez en décadas una de mis favoritas: The Others (Alejandro Aménabar, 2001). Cuando la vi por primera vez, a los 12 años, me obsesioné con ella: me fascinaba el concepto de estar muerta, no saberlo y estar condenada a habitar el mismo espacio todo el tiempo, mientras simpatizaba con la protagonista infantil. Décadas después, noté que presenta la maternidad como una carga, un deber extenuante, asfixiante e insoportable que aísla a la protagonista adulta hasta la locura. Esta pequeña pero revolucionaria declaración —ser madre es algo mucho más pesado, cansado y terrorífico de lo que prometen— se ha revalorizado en películas como We Need to Talk About Kevin (Lynne Ramsay, 2001), The Babadook (Jennifer Kent, 2014), el cortometraje Her Only Living Son en la antología XX (Karyn Kusama, Roxanne Benjamin, Annie Clark y Jovanka Vuckovich, 2017), Relic (Natalie Erika James, 2020) y la recién multipremiada Huesera (Michelle Garza Cervera, 2022), cuestionando el mandato materno y los roles de cuidado y crianza.
Por otro lado, es aquí donde se notan los pensamientos y opiniones más oscuras de los hombres (y, también, de otras mujeres que se sienten seguras al respaldar al patriarcado) sobre lo que les rodea: el giallo, por ejemplo, es la reacción visceral masculina a los nuevos derechos y libertades de las mujeres en la década de los 70, mientras el gore de los 2000 expone la creciente violencia deshumanizadora de la guerra sobre los cuerpos femeninos. Los monstruos suelen ser metáforas de miedos, opresiones y otredades a las que hay que vencer para proteger el statu quo. Al final, es una mansión tan amplia y macabra como nuestras pesadillas, y me encanta perderme en sus laberintos oscuros.