Crítica de «Huesera»

Por Fabiola Santiago

Ser la quedada de la familia o la tía solterona parece ser parte del imaginario de terror mexicano. Distinto a otras figuras con las que nos asustan desde pequeñas —como la  Llorona, los nahuales o las brujas— este mito no nos quita el sueño cuando somos niñas, pero crece con nosotras y puede despertar un día en la edad adulta y manifestarse en forma de una angustia que comienza a invadirlo todo. Se trata de un monstruo menos aparatoso pero más amenazante, porque contrario a las criaturas de las leyendas que escuchamos, ser una mujer quedada (sin hijos, sin marido) es algo de lo que no se puede huir porque no es un ser externo, sino algo en lo que una se convierte cuando llega nuestra fecha de caducidad.

Empiezo a escribir este texto desde un café/librería y frente a mí dos títulos llaman mi atención: Maneras de escribir y ser/no ser madre y Contra los hijos. La maternidad (o el no elegirla) es un tema que está ahí rondándonos, así queramos escapar o eludir la cuestión. Porque sea o no sea nuestro deseo, el entorno nos recuerda que es el camino de lo natural, pero que la naturaleza, así como florece, se descompone. Y nuestros vientres, aunque encomendados a los santos o bendecidos por nuestras madres deseosas de ser abuelas, son frutas que un día habrán de pudrirse.

El departamento bien decorado, la pareja cómplice y cariñosa, la cabellera larga y hasta la empleada de la clínica de salud que te desea suerte: La vida de Valeria (Natalia Solián) parece idílica, envuelta en ese brillo que, se dice, tienen las embarazadas.

Pero este no es un cuento de hadas, pues Huesera inicia con un prólogo que nos predispone a sospechar que el sueño está por verse interrumpido; en la primera secuencia de la cinta vemos a la protagonista cumplir con una peregrinación para encomendar su vientre a la Virgen. Los rezos de los peregrinos generan una atmósfera tensa y la mirada de la estatua resulta más severa que reconfortante. Es así como la directora Michelle Garza Cervera comienza a gestar a detalle una historia de terror en torno a las expectativas de ser mujer y madre.

No tarda mucho en revelarse que el mundo perfecto de Valeria esconde otros colores; cuando en el Día de las Madres la vemos visitar con su esposo (Alfonso Dosal) a su familia, dejamos la colonia trendy y visitamos la periferia, su lugar de origen, en donde su madre y su hermana se encargarán de sacarla de su perfección. Con un uso magistral del sonido en los huesos que crujen, de los gestos que juzgan, y de un guion que articula los resentimientos que suelen surgir en reuniones familiares, se crea un ambiente de tensión que desnuda de ternura a la festividad materna. Los comentarios de familiares y vecinos nos darán pistas de un pasado —que se ilustrará después con un flashback explicativo de su juventud— en el que Valeria usaba pelo corto, tenía un espíritu rebelde y una relación con Octavia (Mayra Batalla). Los mismos comentarios revelan que Valeria lleva un tiempo considerable sin visitar su barrio, tiempo en el que ha construido una relación de pareja dentro de los parámetros de la heterosexualidad y dentro del camino de lo correcto. Hay, sin embargo, rasgos de su antiguo Yo que no han muerto; aunque alguna vez consideró estudiar una carrera universitaria para satisfacer a su familia, su oficio como carpintera sigue siendo parte de su vida, por ejemplo. Pero ante la llegada de la bebé, eso también quedaría enterrado.

No es casual, entonces, que justo cuando su identidad comienza a ser puesta en duda entren a escena y sin piedad los elementos de terror: Valeria ve a una mujer sin rostro que la empieza a acechar. La presencia se acerca cada vez más y en algún momento llegará a poseerla.

En esta ópera prima, Garza Cervera recurre a símbolos (como las arañas que son madres y depredadoras, o la figura de la Virgen de Guadalupe incendiándose)  sin miedo a dejar el terror en metáforas. Los monstruos se materializan y vemos cuerpos que se rompen y se contorsionan y un enfrentamiento final que funciona muy bien como representación del aspecto más difícil de la maternidad, con sus peligros, riesgos y desafíos. Porque la directora no se queda en advertencias e imágenes impactantes, y comienza a desmontar los mitos: el esposo no es el mejor aliado de Valeria; su sexualidad no puede ser ignorada; la tía solterona (Mercedes Hernández) es la figura más amorosa y empática y quien le brinda la seguridad que se esperaría de una madre; las señoras que beben micheladas en el mercado son las brujas que le ayudarán a despojarse del mal que la consume; y ser madre no la hace sentir realizada como mujer.

Aunque en películas como Tenemos que hablar de Kevin (Lynne Ramsay) y As boas maneiras (Juliana Rojas y Marco Dutra) ya se había desmitificado el instinto materno, en Huesera hay una distinción en el hecho de que la anomalía o la maldad no esté encarnado en la criatura recién nacida. Por el contrario, Valeria no ve en su bebé una amenaza; esta proviene de esa identidad que ha decidido performar y que está a punto de devorarla por completo. Añadiría que a ese terror se suma otro más velado pero no menos devastador; el terror de sentirse sola en medio de la incertidumbre, de desbordarnos de emociones frente a una pareja que exige compostura, de preguntarnos si es una la loca al percibir peligros que los demás nos dicen que imaginamos.

En Huesera, Michelle Garza Cervera sabe jugar con figuras del imaginario mexicano y combinar el comentario social con la materialidad del body horror. A través de una pieza que resulta espeluznante y sensorial, la cineasta cuestiona la supuesta fatalidad que hay en incumplir con el mandato materno y la pone en la balanza frente al verdadero horror, el de diluirnos en las expectativas y juicios externos.

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