Por Fabiola Santiago

“Tú eres el mejor hombre que yo he conocido en mi vida” le dice Mariel (Karla Souza) a Braulio (Hernán Mendoza), su entrenador como clavadista olímpica. Braulio llora alterado, en un cuarto en el que también están su esposa y los padres de Mariel. Una familia en la que acaba de caer una bomba: Braulio fue separado de su trabajo, luego de que ser acusado de agredir sexualmente a la integrante más joven del equipo.
La debacle que inicia con este hecho no es la de Braulio, sino la de Mariel. El entrenador queda absuelto después de una burla de investigación que lo beneficia a él por encima de Nadia (Dèja Ebergenyi), la víctima de 14 años; en cambio para Mariel algo ha cambiado, y pronto comienza a brotar una incomodidad que ya no puede ocultarse. No es que nunca hubiera estado ahí; con algunas secuencias sabemos que su vida sexual es impulsiva y descuidada, por ejemplo. El malestar empieza a desbordarse en una persona acostumbrada a sublimar en el cuerpo sus exigencias y angustias. Pero llega un momento en que el cuerpo ya no puede contener más.
Basada en un hecho real, La caída opta por dar otra identidad a los personajes desde la ficción; con esto, la historia de Mariel puede ser no solo la de una clavadista en particular, sino también la de las gimnastas, o la de las actrices, o la de las escritoras. En 2018, Karla Souza habló sobre su propia experiencia de abuso dentro de la industria cinematográfica; en declaraciones a medios ha relatado que el caso que inspiró a la película fue lo que la motivó a levantar la voz. En aquel tiempo, esa acción tuvo respuestas desastrosas: la violencia vivida por la actriz fue puesta en duda y el acontecimiento se dejó a un lado, en busca del chisme.
El surgimiento de este proyecto se siente como una respuesta de Souza; quizá las personas se sientan más dispuestas a esquivar el morbo y ver el abuso si es en la forma de una película. Quizá es una manera de acompañar a otras mujeres que hemos estado en ese lugar. Para hacer esto, y ya desde el rol de productora, reunió a un equipo creativo que construyó esta cinta con cuidado y dignidad, tanto en fondo como en forma. Además de participar como directora, la argentina Lucía Puenzo (XXY), se sumó como guionista al lado de María Renée Prudencio, Tatiana Mereñuk, Mónica Herrera y Samara Ibrahim.

Sobresale el trabajo actoral de Souza, quien hace uso de todas sus herramientas para encarnar a Mariel: desde la condición física —herencia de su pasado como gimnasta de alto rendimiento—, hasta la capacidad histriónica necesaria para mostrar un dolor que insiste en no mostrarse demasiado. El guion consigue articular la violencia sin recurrir a la exhibición gráfica que suele buscar fines efectistas. Resulta más perturbador observar el deterioro mental, emocional y físico de la protagonista, encuadrado en tomas cerradas y con luces rojas, o en el laberíntico y opresivo espacio que es la casa familiar.
Fuera del trampolín, Mariel no tiene un lugar en el mundo. Eso también le fue arrebatado, y en su edad adulta continúa con dinámicas adolescentes con su madre, quien insiste en infantilizarla y confiar más en el sueño olímpico y en el entrenador. El guion también aborda los matices de las denuncias y el proceso psicológico en muchas de las víctimas que vivimos en negación mucho tiempo, intentando incluso ganarnos la simpatía de nuestros victimarios, hasta que la realidad acaba por abrirse paso en nuestra psique.
Observar las consecuencias del abuso genera una empatía distinta a la condescendencia que otras películas y series ocasionan al filmar el hecho; por otro lado, sentimos el mismo escalofrío y terror que Mariel en un detalle tan pequeño pero revelador como encontrar la prenda íntima de su compañera más joven, que indica que la historia se está repitiendo. Aquel que era el mejor hombre que habías conocido en tu vida, es en realidad un abusador más.
Son los tiempos previos a los Juegos Olímpicos de Atenas, en 2004 (lo sabemos, además, por el uso constante y pesado del sencillo “Hit Me”, lanzado por el grupo Molotov en 2003). Es la última oportunidad de Mariel para colgarse el oro. El final que se le otorga a la protagonista tiene mucho de viaje-de-la-heroína, con todo y escena final frente al mar como representación de la libertad. El sentimentalismo del recurso se comprende (y se agradece) en un panorama audiovisual que ofrece pocas esperanzas en este tipo de historias, en las que la protagonista suele tener algún final violento o frustrante.
Aunque el mundo juzgue la decisión de una mujer que prefiere renunciar a todo y lo interprete como una derrota, el rostro de Mariel ofrece, por vez primera, un rastro de luminosidad.
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