Por Fabiola Santiago

Entre las muchas posibilidades del cine está la cualidad de registrar el ímpetu de una época. Las preocupaciones, aspiraciones y terrores de una generación se cristalizan en forma de historias y exploraciones cinematográficas que se añejarán con el paso del tiempo, unas mejor que otras.
Una narrativa recurrente en el cine mexicano reciente es la de las madres que buscan a sus hijxs desaparecidxs. Tras los inicios de la guerra contra el narcotráfico vimos un desfile de cintas que abordaban la perpetración de la violencia; desde El infierno (Luis Estrada, 2010) hasta Heli (Amat Escalante, 2010), o de Miss Bala (Gerardo Naranjo, 2011) a La libertad del diablo (Everardo González, 2017), la sordidez de las torturas y asesinatos quedó registrada -en la mayoría de casos- de una forma explícita y colocando a los perpetradores si no en un lugar protagónico, por lo menos en uno con gran peso. En aquellos años el impulso era el de visibilizar lo que estaba ocurriendo; ahora, desde un lugar en el que las aguas parecen un poco más quietas pero en el que la desolación se asienta y no da tregua, se observa una preocupación por hablar de lxs que se quedan. ¿Qué es lo que pasa después de la sangre y de las balas? ¿Qué es lo que se hace con ese vacío?
Como respuesta a las narrativas y formas de años previos, llegan ahora películas que procuran traer a la luz las historias de los familiares y la angustia del no saber, del no encontrar, de vivir en la eternidad del duelo suspendido. Ya en 2016 Tatiana Huezo lo hizo en Tempestad, y más recientemente llegaron otras propuestas como el documental Te nombre en el silencio (José María Espinosa de los Monteros) o ficciones como La civil (Teodora Mihai) y Sin señas particulares (Fernanda Valadez). Es en este contexto que se estrena Ruido, de la directora Natalia Beristáin (No quiero dormir sola, Los adioses), una cinta que procura situar al espectador en el centro del hartazgo y de las demandas legítimas, y hacerle sentir la desesperación de quienes no se resignarán a no tener respuestas ante una ausencia.
Esta película se concentra en el camino de Julia, una artista plástica, por encontrar a su hija Gertrudis (o “Ger”), quien no volvió a casa después de un viaje con sus amigas. Ha pasado casi un año y la investigación comienza a acumular polvo y desidia; ante la incompetencia de las autoridades, Julia decide tomar las riendas y buscar como pueda a su hija. En ese viaje la mujer irá encontrando a personajes que representan a diferentes figuras y situaciones que participan en el combate a la violencia feminicida. Está, por ejemplo, la periodista Abril Escobedo (un gran trabajo actoral de Teresa Ruiz), quien se vuelve su guía en el laberinto de buscar pistas y respuestas, y en quien encuentra sosiego frente a la soledad en la que vive desde que Ger se fue. Aparecen también personajes como la abogada especializada en ese tipo de casos, refundida en el aislamiento para esquivar el peligro; la policía, corrupta e indolente, y cómplice del desdén; las mujeres buscadoras que reciben a Julia y le enseñan a remover la tierra para reconocer restos humanos; o una feminista joven que la abraza, pero también la confronta: “¿A poco tú también eres de las que defienden monumentos?”

En la variedad de personajes y situaciones se hace evidente la investigación de este fenómeno y sus aristas, así como un afán por abarcarlo todo e incluir a sus distintos actores. En ocasiones esto llega a sentirse (usando la metáfora que la película permite) como un bordado fragmentado, realizado con diferentes puntadas a manos de distintas bordadoras. La profundidad en todo caso recae en el recorrido de Julia y en el dolor que experimenta en cada paso del camino. Es en este aspecto en el que la película se hermana con obras anteriores de la directora, pues Beristain consigue explorar con maestría la complejidad emocional que encierran los personajes. El dato de que la protagonista, Julieta Egurrola, sea la madre de la cineasta, cobra un peso significativo al tratarse de una historia sobre el vínculo madre-hija, además de volver a depositar en ella un papel enorme y a la altura de su gran trayectoria y talento histriónico.
Decía que Ruido se inscribe en el terreno de las cintas que responden a aquellas que sembraron imágenes sangrientas en el cine y que probablemente nos insensibilizaron ante la barbarie. Por el contrario, esta película busca despertar empatía, situarnos en el lugar de quienes buscan, pues sabe que el relato de un hecho violento no acaba cuando una hija es asesinada, sino que es ahí, apenas, cuando inicia el horror y el descenso al infierno, que en la cinta se materializa incluso como el descenso de Julia a una fosa común o como adentrarse en un tráiler que acumula cuerpos en descomposición. Se emplean también recursos cinematográficos como ubicar a Julia en un lugar desértico, primero en un plano abierto, para después encuadrarla más de cerca mientras la vemos liberar un grito que no escuchamos, entre imágenes que se desvanecen y que nos llevan a sentir en la piel el calor y la asfixia.
Antes de obsequiar a Julia un único y emotivo instante de ternura, la película desemboca en la vorágine de una marcha en la que se vive el enojo ardiente ante tanta impunidad. ¿Cómo no querer derrumbarlo todo cuando al fin se pierde la esperanza? Ruido procura recordarnos también que, junto con la rabia, podemos encontrar la compasión, el acuerpar, el tomarnos de la mano, el gritar juntas para intentar sobrevivir a lo abyecto.
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